Perseguido
por tres libélulas gigantes, el cíclope alcanzó el centro del
laberinto, donde había una clepsidra. Tan sediento estaba que sumergió
irreflexivamente su cabeza en las aguas de aquel reloj milenario. Y
bebió sin mesura ni placer. Al apurar la última gota, el tiempo se
detuvo para siempre.
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